Y nunca es extraño ver en esta ciudad escenas absurdas,
como un músico en la calle cuyo violín pide limosnas a oídos indoctos,
o un hombre pintado de gris, simulando ser estatua para entretener a estatuas que pretenden ser hombres,
o el beodo del barrio en silla de ruedas pidiéndome dinero creyendo que no lo he visto caminar.
Lo raro en las calles es lo normal,
la paranoia en los rostros se ha convertido en la única expresión facial,
el clima es caliente, pero las miradas son las más frías,
y los únicos saludos entre los conductores son para sus madres. Usual.
También abunda por todos lados la carencia de autenticidad,
el individuo se le ve a una velocidad tremenda en la carrera hacia la originalidad,
fuma un cigarro, toma un trago fino, y mientras escucha música clásica,
lo asalta la angustia al darse cuenta que se esfuerza demasiado.
Que decir del arrogante que sabe pero no entiende,
del que entiende pero no emplea, en la ciudad de lo absurdo,
donde se respira irrelevancia, lo trivial para llevar por favor.
Aquí nadie toca fondo estando en él.
En esta ciudad nadie termina siendo feliz porque todos luchan por ignorar el sufrimiento, por normalizar lo absurdo.
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